Por su interés, reproducimos íntegro el artículo «Toros», publicado por Juan Manuel De Prada el pasado día 14 en su columna Animales de Compañía, en el dominical de Vocento XL Semanal:
Nunca fui antitaurino, ni me conté entre las filas de quienes aborrecen
los toros por considerarlos un espectáculo bárbaro o cruel; simplemente, no era
capaz de penetrar el sentido de aquel arte que me resultaba ininteligible o
abstruso. Imagino que algo similar debe ocurrirle a quien, ignorando los
rudimentos del inglés, posa los ojos sobre un soneto de Shakespeare: la belleza
contenida en esos catorce versos endecasílabos se convierte, inevitablemente, en
un fárrago jeroglífico. Recuerdo que, de niño, mi abuelo se esmeraba en
inculcarme su afición a los toros; y, cuando televisaban alguna corrida, me
explicaba las suertes del toreo, pero su tesón no bastó para convertirme en un
aficionado. Luego he comprendido que contemplar una corrida en televisión es
como leer un soneto de Shakespeare en una pálida traducción; tal vez se trate de
una traducción literal, pero en el trasiego de lenguas se ha desvanecido la
magia íntima del arte, que nunca puede ser cambiada de recipiente.
Confesaré que mi aproximación al arte del toreo se inició por
motivos un tanto peculiares. Siempre he sentido una desconfianza patológica
hacia las acuñaciones de la modernidad que nuestra época se traga como dogmas de
fe, hacia toda esa filfa del pensamiento hegemónico con que los titulares del
dominio tratan de formatearnos el cerebro. En algún lugar he confesado que, al
igual que Chesterton, empecé a defender los postulados de la ortodoxia cuando
descubrí que todo intelectualillo que aspiraba a participar de la mamandurria
oficial debía presentar sus credenciales haciendo escarnio de la fe católica.
Puesto que la ortodoxia era la única herejía que nuestra época aborrecía, decidí
nadar a contracorriente; y así, descubrí en la tradición un tesoro de bellezas
sepultadas por los repartidores de bulas entre las que podía retozar
jubilosamente, como un niño retoza en un prado, de tal modo que aquella vocación
contestataria primera se transformó en profundo sustento vital. Algo similar,
salvando las diferencias, me ocurrió en mi aproximación al arte del toreo:
estaba tan harto de escuchar las monsergas progres que comparaban la tauromaquia
con una supervivencia de la barbarie, estaba tan hastiado de toda esa cochambre
apriorística que identifica a los aficionados a la tauromaquia con palurdos
sedientos de sangre que decidí esforzar mi curiosidad para penetrar aquel
misterio que hasta entonces me había sido esquivo.
Así empecé a
asistir a algunas corridas. Al principio, lo que ocurría en la plaza se me
antojaba tedioso, desdibujado, ajeno a mi sensibilidad. En cierto modo, era como
si estuviese presenciando una representación de teatro kabuki o un concierto de
música dodecafónica: intuía que la semilla de la belleza anidaba dentro de aquel
extraño ballet bailado al son de la Muerte, pero no conseguía descifrar su
melodía. En esta etapa de merodeo a un arte que se me escapaba, desempeñó un
papel providencial un escritor amigo, Gonzalo Santonja, cuyo entusiasmo taurino
sólo es comparable a su fervor apostólico; de su mano, fui aprendiendo a
desenmarañar la liturgia del toreo, a distinguir una faena efectista de una
faena honda y aquietada, a mirar con ojos limpios lo que hasta entonces había
contemplado con ojos obstruidos por los prejuicios. Y así, poco a poco, aquel
arte que hasta entonces me resultaba abstruso o ininteligible me fue deparando
hallazgos recónditos, iluminaciones apenas entrevistas, vislumbres de genio; fue
una experiencia gozosa, similar a la del lector que un día aprende
intuitivamente a descifrar el sentido de una metáfora, o a la del cinéfilo que
de repente entiende el sentido de una elipsis. Naturalmente, estos hallazgos no
convierten al aficionado primerizo en un experto, sino más bien en un neófito;
pero la mirada del neófito es siempre más exultante que la del experto, porque
es más propensa al deslumbramiento, más abnegada y sincera. O quizá tan sólo más
ingenua.
Como un neófito me asomo al arte del toreo: perplejo y
abrumado por una emoción nueva, como cuando de niño me mantenía insomne,
quemándome las pestañas en la lectura de libros que me embriagaban con su
perfume raro. Y espero no asomarme nunca como un experto, para que estas
primicias no se conviertan nunca en rutinas, para que mi candor no se oscurezca
nunca con los desengaños de la edad.
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